lunes, 16 de octubre de 2023

Veinte

 Ya van veinte, mamá. 

Qué vértigo mirar el pasado y ver lo que hemos crecido, lo que hemos soportado. La gente sigue empeñada en creer en tópicos manidos que te instan a no echar, ni si quiera de reojo, una mirada al camino que llevas transitado. Como si fuera una penitencia de la que olvidarse.

Yo sigo haciéndolo, mamá. Y aunque de un tiempo a esta parte, y por suerte, tengo menos tiempo para la melancolía y el dolor, siempre les reservo un hueco cuando mi alma me lo pide. 

Por aquello de entender lo necesario de la tristeza, para apreciar y dar las gracias por todo lo que hemos tenido.

Y por lo que tenemos.

Y por lo que, sin duda, tendremos.

He vuelto a dormir en tu alcoba, y lejos de no reconocer estas paredes, he conseguido recobrar el sueño en ellas. 

En varias de sus acepciones, mamá.

Si me lees menos es, sin lugar a dudas, porque estoy bien. 

Tal y como te prometí.

viernes, 28 de julio de 2023

Ella

Ella es el nudo desabrochado del corset,
la bocanada de aire cuando vuelves a la superficie después de sumergirte en tus miedos.

Las luces apagadas del semáforo en una parrilla de F1,
es el pistoletazo de salida en un 1000 besos lisos.

Ella es aire puro, 
y, a la vez,
pulsaciones que no registra mi reloj.

Ella es ese acento del sur que (no)me hace perder el norte porque, 

ahora,

sé muy bien en qué frontera sentarme a esperar.

Ella es la certeza de que,
en ocasiones, 
hay personas que llegan para recordarte que siguen quedando almas por las que apostar.



miércoles, 5 de abril de 2023

Sexagésimo cuarto

Hoy hay sesenta y cuatro estrellas iluminando fuerte el firmamento, dibujando una constelación ahí arriba con tu nombre.

El mismo que tengo tatuado en mi piel.

Lo complicado del paso del tiempo es que cada vez se va uniendo más gente ahí arriba para regalarte las sesenta y cuatro rosas que me encantaría dejarte a los pies de la cama cada 5 de abril. 

Lo inherente al paso del tiempo es que hay pocas heridas que me cojan por sorpresa, mamá. Antes escribía a cada rato, a cada paso, a cada tropiezo, a cada triunfo. 

Hoy me basta con cerrar los ojos y recordar.

La terapia ha dejado paso a la cotidianidad del dolor, que lejos de superarlo, se ha quedado a vivir en mi pecho. Tiene cobijo y, de vez en cuando, lo alimento con fotos y vídeos donde he vuelto a escucharte llamarme pimpollo.

Lo positivo del paso del tiempo y de esa cotidianidad, mamá, es que de un modo u otro el dolor me retroalimenta.
Tu ausencia siempre ha sido combustible, algunas veces usado para incendiar mi alrededor por no saber, ni comprender, como seguir adelante. Y otras, la gran mayoría, como impulso cada vez que doblaba las rodillas y dejaba la mirada clavada en el suelo creyendo que no podía más.

De un tiempo a esta parte, mamá, he vuelto a mirar más al cielo. Como hacía cuando era niño y marcaba un gol, agradeciéndote así que sigas, porque sé que sigues, apoyando cada paso que doy.

Hoy hay sesenta y cuatro estrellas iluminando fuerte el firmamento, dibujando una constelación ahí arriba con el nombre de la mujer de mi vida.