Escribí muchas notas de despedidas en portales a oscuras, en cartas que nunca llegaban a los buzones de sus destinatarios. Palabras de adiós que retumbaban en la cabeza de todo aquellos que, en realidad, nunca quisieron quedarse.
Me despedí de esa gente que creyó más en el poder de la palabra que en la sabiduría del tiempo y de su inestimable capacidad de borrar de la vida de las personas a todos aquellos que no son merecedores de ese privilegio.
Me despedí, más concretamente, de ti. De tus palabras vacías, de tus promesas incumplidas y de tu certeza de no sentir lo que hacía mucho tiempo vivía en tu pecho. Te dije adiós sin mirarte a los ojos, sin pronunciar una sola palabra, hacía ya varios inviernos que no te merecías un segundo de mi tiempo. No te merecías, en definitiva, nada de mi.
Y me despediré todos los días de tu recuerdo, que se vaya por partes y no haga más daño. Que se ahogue en las cervezas que me tomaré con aquellos que si quieran disfrutar de mi tiempo. Que se asfixie en los abrazos de aquellos que saben cuando los necesito.
Que se pierda en la melena de la mujer que me haga temblar y no precisamente de miedo. Y no será una forma de olvidarte, porque nunca querré eso. No querré olvidarme nunca jamás de aquella historia que me demostró que uno debe morir con sus convicciones. Hasta que no me hagas daño y me provoques sonrisas. Esas que compartiré con los que aprovecharán la fortaleza del tipo que tú dejaste marchar.
Este idiota se despide. Sin arrepentirse de haber sido, seguramente y de largo, el mejor idiota que pasará por tu vida.