miércoles, 19 de agosto de 2015

El viento que atizaba sin dolor

Paseaba con ella de la mano 
y sentía que llevaba el mundo entrelazado con mis dedos.
Dejábamos huellas en la orilla,
como dejan las grandes acciones
que no se borran
ni con la fuerza de la marea.
Sus manos clavadas en la arena
y en mi espalda.
Y el viento de Famara,
que en lugar de infligir dolor,
era un bálsamo.

Brisa para nuestro calor,
para nuestro sudor.

Daba igual enfermar,
ya estábamos contagiados.

El uno del otro.

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