miércoles, 17 de febrero de 2016

Oscuridad

Llevo tres horas sumido en la oscuridad de mi hogar, ayudándome de una linterna y dos velas que están a punto de exhalar su última llama. Aferrándose a esa mecha, como si quisieran resguardarme del viento que azota con fuerza todas las ventanas de mi casa. 

Mi gato tiene miedo, o adivina el miedo en mis ojos. Lleva casi tres años conmigo y todavía no sé si soy yo el que le protege o, en cambio, es él el que viene a brindarme apoyo cuando sabe que lo necesito. Y cuando no, también. Me transmite el amor que un ser humano necesita cuando ha comenzado a perder la fe en las personas. Nuestras mascotas nos ayudan a no darnos por vencidos, de eso estoy seguro. 

Llevo tres horas de paz forzada, de silencio. De calma. Porque a veces es tan necesaria como respirar, aunque no recurramos a ella sino cuando estamos a borde de un precipicio. 

Quizás esa calma fue la que me faltó para decir adiós cuando todavía no era demasiado tarde. Por la incertidumbre y el miedo a echar de menos a alguien que me echaba de más. Por creer, cual necio, que podría controlar esta sinrazón. 

Una vez más, me equivoqué. 

Como lo he hecho tantas veces. 

Estoy tranquilo, sereno. Ese lastre que me encogía el pecho y provocaba que no apreciara el reflejo de mi espejo ya no está.

Soy mucho más. 

A veces solo es necesario un rato de oscuridad para darse cuenta de todo lo que uno es capaz de brillar. 

Y no dejen nunca que nadie les ahogue el brillo. 

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