viernes, 24 de octubre de 2014

Trescientas historias de sábanas desechables y unos cuantos músculos mal repartidos tocando tu cuerpo cada madrugada, sin el de después.
Nunca se quedaba nadie después.

Te faltaban abrigos por las noches y compañía cuando las calles se oscurecían demasiado para unas curvas como las tuyas.

Te regodeabas en tus noches rápidas, yo lo sé. 

En los polvos que echabas, porque hasta en eso eras orgullosa. A ti no te follaban, eras tú la que llevaba las riendas, siempre.
Menos conmigo, conmigo ninguno de los dos las llevábamos.
Trescientas noches y unos cuantos kilómetros cúbicos de lágrimas que ninguno sabia paliar.
Secarlas sabemos todos, provocar que unos ojos verdes como el champán dejen de expulsarlas es más complicado.


Tú eras complicada.


Te destrozaste queriendo llegar al cielo, ignorando la imposibilidad de hacerlo sin la ayuda de unas manos que te sostengan en caso de caída.
Y caíste.
Y te doliste.
Y lo peor, me doliste.
Te quería cuidar.
Y cuidarme.
Y que me cuidaras.
Sobre todo que me cuidaras.

Hiciste desaparecer las piedras de los jardines y chapaste todas las ventanas a las que pudiera salir corriendo.
Y todo eso sin moverte de mi lado.



Ahora si se quedaba alguien después.


Justo cuando ya no estabas tú.

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